Todas las mañanas. La misma puta mañana, me dices. Pienso sin saber por qué que París huele como tu piel, a talco y alcantarilla.
Pasa un borracho, un negro en chándal, luego otro. Y los gorriones. ¿Qué me dices de ellos?. Míralos bien. Son prisioneros de las cúpulas, como tú. Algunos vienen a morir aquí, junto a los raíles de la Chapelle. Siempre es triste ver morir a un gorrión, ¿verdad?.
En uno de los bancos de la Rue de Rivoli hay un clochard que increpa a los madrugadores. Turistas japoneses. Las bocas de metro escupen gentes con vocación de bostezo.
Monet se lava los pies en el Sena, allí abajo, entre insulinas y bolsas de Mac Donalds. Cloacas, música de cañerías, el servicio de limpieza acaba de soltar las mangueras.
- Me emborracho hoy porque me espera una eternidad de privaciones – acabo de decirte. Y tú te has encogido de hombros. Has encendido uno de mis cigarros, con ese aire tan precario de actriz atormentada. Me has hecho pensar que en el cielo no hay putas, ni puestos de boquinistes para que los españoles compren burdas reproducciones de Lautrec.
A pesar de todo sigo paseando junto a ti, con mi veterano sombrero de fieltro. También lo llevaba ayer, y el primer día que puse un pie en esta puta ciudad. Han pasado cuatro años y siempre hay algún parisino encargado de ponerme en mi sitio. Incluso los perros callejeros rondan mi pernera para marcar su territorio.
París no se termina nunca. Nunca.
Ahora sonríes, mientras hablo de las noches en Le Dome y los almuerzos en la bastilla. Sonríes desde la planta de los pies, enseñándole a la mañana tus caries y la negra espesura de tu garganta. Pero todo es tan falso bajo este sombrero de fieltro…..todo es tan falso como tu sonrisa de alquiler. Creo que te pagaré lo convenido y te enviaré de vuelta al callejón donde te encontré.
Sí, allí debes estar, a las faldas de Notre Dame. Ese es tu sitio. Antes era un callejón sombrío. Tú eres aún muy joven, pero yo tengo una historia que contar a cada una de las putas de esta ciudad.
Cuentan que en cierta ocasión Henry Miller masturbó allí a una quinceañera que había conocido en el Marais. Antes de despedirse de ella terminó suplicándole que le diera sus bragas. La muchacha accedió, y Miller se las llevó a su casa, hechas un rebujo, dentro del bolsillo de su chaqueta.
Al cabo de dos semanas, durante una de sus visitas rutinarias al cementerio de Pere Lachaise, usó las bragas para retirar el musgo acumulado en el falo que presidía la tumba de Oscar Wilde. Después las arrojó al suelo y las pisoteó hasta que se hundieron bajo el musgo que se había desprendido de la lápida.
Aquella mañana, después de orinar sobre la tapia del cementerio y deambular por el observatorio dejándose los ojos en los culos de las oficinistas, decidió escribir Primavera Negra.
1 comentario
Tony Soprano -
Pura raza.
Orines en verso.