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04 de mayo de 2008 - 02:39

Tecleando de cachondeo

Sara se repasó concienzudamente las ingles con la parte seca de su albornoz. Alzó los brazos y aspiró el aroma a melocotón que desprendían sus axilas. Se preguntó si el aroma permanecería el suficiente tiempo en su piel como para que Teo pudiera disfrutarlo.

A continuación frotó el vapor acumulado en el espejo con la palma de la mano. Sonrío a su rostro, que surgía en medio de un cerco de vaho, y se auscultó los pechos sin dejar de sonreírle a su reflejo, imaginando, por un instante, que sus manos eran las de Teo, y que los dedos de aquel se inmiscuían curiosos por debajo del sujetador, alterando la calma de sus pezones y el ritmo de su respiración.

Durante muchas tardes, encerrada en su cuarto, Sara había recreado las manos de Teo surcando la geografía de su piel.

A media luz, tumbada sobre la cama, dibujaba con sus propias manos el curso inapelable de los dedos de Teo, empeñados en explorarlo todo, libres ante el permiso de su silencio, recorrían su piel hasta llegar allí donde se hospedaba el calor de su entrepierna.

Mientras duraba la exploración, Sara sentía con total intensidad la brisa de una respiración sobre sus párpados, el tránsito de una lengua por sus labios y el poso de un beso húmedo sobre su cuello, incluso en ocasiones, cuando los ruidos de la casa se iban apagando, le parecía oír el eco contenido de un jadeo sobre la almohada.

Antes del final sentía sobre sus caderas la firmeza de las manos de Teo, la presión de sus piernas abrazándose a su cintura, hasta que por fin caía desplomada sobre el colchón, sumida en un rumor eléctrico que luego le abría las puertas del sueño.

Cuando despertaba todo era silencio, hasta que los ruidos del patio interior se colaban por la ventana y la tarde iba tomando cuerpo. Entonces tocaba vestirse para asistir a aquellas clases extraescolares que tanto detestaba.

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