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miedo

miedo

Me dices : no te preocupes, y cuando lo dices comienza la preocupación, porque antes de que lo dijeras no existía, ni siquiera era una sospecha, pero me dices: ‘no te preocupes, descuida’, y yo no estoy dispuesto a descuidar nada, precisamente ahora que debo cuidarlo todo y vamos cuesta abajo, ¿lo sabes no?.  Ya no vamos descalzos por ahí, hay muchas cosas por las que preocuparse, así que no me jodas, me preocupo si me da la gana, de nada me valen tus consejos, quiero soluciones, y me basto yo solo  para encontrarlas

Si un tipo como tú me dice ‘no te preocupes’ es para echarse a temblar, es como el practicante que me pinchaba el culo de pequeño, la segunda te la pongo sin doler – decía-, no te preocupes, y era aún peor que la primera, salía uno de allí apretando los dientes y conteniendo el llanto ante las niñas que esperaban en la salita su turno con engrudo de miedo en el ombligo. Las niñas buscaban tus ojos para ver si en realidad dolía o bien era como les habían dicho sus padres, un pinchacín de nada. Pero uno le echaba un par,  y componía la cara entonando un hasta luego despreocupado al que solo respondían las mamás.

A mí ya me han pinchado el culo mil veces, maldita alergia de los cojones. Subía las escaleras solo, bajo aquellas luces sin tulipa. Los sillones de la sala de espera eran como de plástico verde y había un diploma en la pared con el nombre del pinchaculos en negrita. Se le oía toser al otro lado de la pared, revolver el instrumental de latón, charlar con algún vejestorio que luego salía cojeando de la consulta. Luego asomaba la cabeza y meneaba el cuello: vamos chaval, y uno le echaba dos cojones y lo acompañaba hasta la habitación de la casa reservada para las torturas.

Bajo la luz de un flexo, mientras observaba el gorgoteo viscoso de una especie de cazo plomizo, me bajaba aquellos pantalones de pana con rodilleras y ponía mis codos sobre la camilla, que olía a humanidad y acetona, aunque la calidad de su cuero era mucho mejor que la de los sofás de la sala de espera.

De cara a la pared intuía los movimientos del pinchaculos, todo a base de sonidos protocolarios, aunque las sombras que se proyectaban sobre la habitación ayudaban a no perderlo de vista, porque yo ponía especial empeño en estar atento a todos sus movimientos aunque los sabía de memoria.

Primero meneaba la ampolla, y la pulsera de su reloj tintineaba durante unos diez segundos, luego le daba dos toques con el dedo índice a la boquilla de cristal y a continuación la rompía, un chasquido peculiar, solo el cuello de una ampolla es capaz de quebrarse con ese ruido tan característico.

Por último aplicaba una gasa embadurnada con alcohol sobre la nalga, y aquello era agradable, fresco, aunque prologaba lo que vendría después, el dolor de mil demonios que te atenazaba el culo y parecía durar un siglo. - Ya está, ale para casa – decía el pinchaculos.

A veces te recibía con un amago de sonrisa en los labios y su aliento despedía un insoportable tufo a vino. Yo me alegraba por dentro de aquella eventualidad porque era cuando menos me dolían las inyecciones y además te soltaba un sugus que te ibas masticando de vuelta, con el culo dolorido.

En fin, mil veces tuve que soportarlo, mil veces caminé con el miedo en el ombligo hasta la casa particular en donde tenía su consulta, mil veces me dijo “no te preocupes” y mil veces me dolió.

Hubiera sido mejor que me hubiera dicho alguna vez : - te va a doler, te dolerá hoy, mañana y pasado, te va a doler siempre chaval, así que aguanta porque tienes dos cojones y no te queda otra - , sin embargo no lo hacía, no lo hacía el maldito cabrón, y si me ponía dos me decía: ‘no te preocupes, la segunda te la pongo sin doler’.

Como te decía, es para echarse a temblar…..tengo derecho a preocuparme.

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